Tradicionalmente, las personas con menores ingresos son las que más resienten la inflación, porque destinan casi todo su dinero a lo básico y tienen poco margen para ajustar su gasto. Sin embargo, desde septiembre de 2024, quienes ganan hasta un salario mínimo —unos 8,480 pesos al mes— registran tasas inflacionarias más bajas que los trabajadores con ingresos medios y altos.
En octubre, la inflación anual para este segmento fue de 2.89%, por debajo del 3.57% nacional. Para quienes ganan entre uno y tres salarios mínimos la tasa fue de 3.42%, para los de tres a seis salarios mínimos 3.71%, y para los que perciben más de seis salarios mínimos 3.66%, de acuerdo con cifras del Inegi.
Lejos de ser una “buena noticia” plena, especialistas explican que esta menor inflación se debe a factores específicos: un comportamiento más moderado en los precios de alimentos básicos como huevo y productos agropecuarios, menores incrementos en tarifas administradas por el gobierno —electricidad y transporte— y la renovación del Paquete Contra la Inflación y la Carestía (Pacic), que busca mantener en línea el costo de una canasta de 24 productos esenciales.
Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 2024, el decil de menores recursos destina 51% de su gasto a alimentos y bebidas, 10.4% a energía eléctrica y combustibles y 4.8% a transporte público. Esto significa que cualquier aumento en comida o servicios básicos pega de forma directa en su bolsillo, incluso si la inflación general luce controlada.
“Aunque la tasa de inflación luzca más baja, la realidad es que muchas familias están comprando menos, de peor calidad y solo lo indispensable para el día a día.”
Gabriela Siller, economista en jefe de Banco Base, señala que las personas de menor ingreso “no tienen de dónde echar mano” cuando suben los precios y se ven obligadas a cambiar hábitos: dejan de comprar ciertos productos, sustituyen por opciones más baratas o reducen las porciones. El ajuste no es voluntario, sino una forma de sobrevivir con lo que alcanza.
Desde la Alianza Nacional de Pequeños Comerciantes (Anpec), su presidente Cuauhtémoc Rivera describe un proceso de “precarización del consumo familiar”: la gente prioriza el precio por encima de la marca o la calidad, se aleja de productos a los que estaba acostumbrada y se ve forzada a elegir lo más barato disponible, aunque no sea de su agrado.
En las tienditas de barrio, esto se nota en la forma de compra: crece la venta de arroz, azúcar y frijol a granel, porque las presentaciones en bolsa resultan más caras. También se generaliza la costumbre de comprar “por pieza” y solo para el consumo del día. El huevo se ha convertido en la proteína más demandada, desplazando a carne y pollo, que quedaron fuera del alcance regular de muchas familias.
El ticket promedio en estos pequeños comercios bajó de alrededor de 100 a 50 pesos, lo que refleja que los hogares ya no arman despensas semanales o quincenales, sino compras mínimas y frecuentes para estirar el dinero. A nivel estadístico, esto se traduce en una inflación más baja para el segmento de ingresos mínimos, pero en la práctica significa consumo más restringido y menos variedad en la mesa.
En un video difundido por El Economista en redes sociales, se resume la paradoja: la baja en la inflación coincide con una caída de ingresos y un consumidor que, en la miscelánea, está en modo “ahorro obligado” más que en una situación de verdadero alivio económico. La pregunta que queda en el aire es si esta desinflación basada en recortes y renuncias en el consumo es sostenible para los hogares más vulnerables.













